viernes, 5 de junio de 2009

365 DÍAS Y 800 NOCHES

Trescientos sesenta y cinco días con sus noches (que a mí me han parecido unas ochocientas). Recuerdo excesivamente cercano aquel viernes en el que estábamos cenando, como cada viernes, en ese restaurante italiano. Se me ocurrió proponerte que me contaras qué era eso que te había hecho enmudecer hacía ya unos días. Qué era eso que provocaba tal silencio en ti, y entre los dos. No sabía muy bien cuál iba a ser la respuesta (siempre me había gustado eso de ti; nunca sabía qué era lo que rondaba tu cabeza). Desde luego era evidente que algo que había levantado semejante muro entre los dos en tan sólo unos días no podía ser bueno, pero te aseguro que no me esperaba esas seis palabras en forma de arma masiva que en un segundo asolaron todo lo que nos rodeaba: no-estoy-seguro-de-lo-nuestro. Y allí me quedé yo. Intacta. Inmóvil. Con mi copa de vino blanco en la mano, aparentemente invulnerables al impacto. No estoy muy segura pero creo que llegué a esbozar una sonrisa. Una de esas que son un acto reflejo y que esperan que a continuación venga un “era broma” para romper en carcajada. Pero esa carcajada nunca llegó. De repente todo había desaparecido a nuestro alrededor. Sólo quedábamos tú, yo y mi copa de vino (que era lo único a lo que se me ocurrió agarrarme).
Después vinieron noches de distancias y silencios, miradas que se evitaban, palabras que rozaban la diplomacia, y gestos confusos por una rutina en fase terminal. Y llegó el día en el que la onda expansiva irrumpió en nuestra casa y arrasó todo. Esta vez ya sólo quedaba yo. Yo y los cincuenta (mil) metros cuadrados de desolación, silencios y miedos. Yo y mis noches de insomnio en las que en cuanto conseguía convencer al sueño para que diera una tregua, la angustia decidía despertarme estrepitosamente para que buscara algo de oxigeno. Yo y las pesadillas que me visitaban incluso con los ojos abiertos. Yo y mis noches más lúgubres, más oscuras (juraría recordar que había algo de luz en cualquier otra noche de verano).
Y deje de verte, de reconocerte. Deje de oír el eco de tus promesas retumbando en cada esquina de la habitación. Y desapareciste. Supongo que yo también. Entonces comprendí que aquella bomba que había convertido todo en polvo, en nada, también nos había destruido a nosotros. Que aquella imagen en la que nos recuerdo sentados uno frente al otro (y mi copa de vino) en aquel restaurante era sólo la estela de lo que había estado justo ahí hasta un segundo antes de que todo saltara por los aires. Igual que cuando apagas la tele y durante unos segundos todavía puedes adivinar las siluetas de la última escena. Igual que el amputado sigue notado su miembro ausente teniendo delante de sus propios ojos la prueba de que ya no hay nada que pueda sentir precisamente ahí.

Hasta hoy. Un año más tarde hago un repaso de todo lo que nos ocurrió y todo lo que no nos ha ocurrido, y lo único (y mejor) que me viene a la cabeza es el PERDÓN. Vamos a perdonarnos, el uno al otro, y también a nosotros mismo.Yo te perdono que dudaras de mí, de ti y de lo nuestro. Te perdono que me dejaras sola, abandonada a la suerte de una soledad no elegida. Te perdono cada lágrima, cada noche de asfixia e insomnio. Cada segundo en el que me perdía en una inmensidad de sinsentidos. Perdóname tú a mí. Perdóname por dejar de quererte. Perdóname por dejar de reconocerte. Por no querer retomar el camino. Por convertir nuestro futuro en un sinsentido. Vamos a perdonarnos a nosotros mismos por haber fracasado. Por todos los errores que diluyeron el privilegio de compartir nuestros próximos avatares. Vamos a perdonarnos porque seremos capaces de amar a otro/a que no seremos ni tú ni yo. Vamos a perdonarnos para así poder mirarnos a los ojos y que simplemente se nos ocurra sonreír.

Trescientos sesenta y cinco días y ochocientas noches en las que he aprendido a olvidar(te) y a recordar(te), a que hay otras formas de querer y compartir, a perdonar(me) y ser perdonada. A que sufrir también es vivir. Trescientos sesenta y cinco días y ochocientas noches que, aunque de otra manera, no han podido evitar que todavía sigamos aquí.

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