Deberíamos habernos mirado hasta el amanecer y susurrarnos un no quiero estar en ningún otro lugar. O comer chocolate caliente mientras compartimos esa película tonta y romántica que nos da vergüenza reconocer que nos ha emocionado. Deberíamos habernos desgastado la piel y las respiraciones. Las ganas de compartir nuestro peor día, y el deseo de permanecer, sólo eso, diciéndonos todo, atravesando horas eternas de silencio. Deberíamos habernos prometido un mañana, o tan sólo la próxima hora, sin decirnos nada. Y apostar por las burbujas que se formaban en la punta de los dedos de los pies y se trasladaban por el torrente sanguíneo hasta las tripas, el pecho y los besos aspirados con alientos densos y profundos del presente más intenso.
Pero no nos prometimos nada. No apostamos nada. No nos detuvimos en los ahoras y viajamos a los mañanas llenos de temores, de pasados posibles, de sinsentidos ya sufridos, y situaciones comunes a otras manos, a otros oídos que ya nos habían escuchado.
Equivocados. Nos equivocamos. Porque el escalofrío de tus dedos, las películas a media luz, los abrazos cortados, y las palabras empañadas en vino y complicidades bien valían jugarse todo al ocho negro. O cualquier otro número y color, si eso nos daba la opción de compartir una sola hora más de batallas bajo las sábanas, y treguas en el sofá; de miradas de cerca y caricias deslizándose por el hilo telefónico hasta la epidermis de todos y cada uno de nuestros sentidos.
No fui capaz de que me recordaras. No soy capaz de que no me olvides. Y llevo tatuados nuestros minutos sin fin, estremecedores y relajantes, enormemente mínimos, frágiles e indestructibles.
Temo que tenga que recordarte mi nombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario