martes, 25 de febrero de 2014

RECUERDO TARDÍO

Noviembre trajo algo nuevo, una especie de media sonrisa, de promesa, que se fue, tajante, fugaz, conforme se agotaban su días. Dolor, sin respiro, ni tregua. Dolor. El más profundo que jamás antes había sentido, absorbiéndome las vísceras. Lo inoportuno de la vida, lo horrible, lo natural y lo esperado. Todo uno.
Jamás llegué. No estuve ahí. A no sé cuantos mil pies de altura cogí por última vez tu mano, y te traje conmigo, para siempre. Ya sólo me quedó clavar mis pupilas incrédulas en esa quietud, tan plácida y terrible, con la esperanza de que sintieras, que supieras, que no me había alejado ni medio centímetro de ti a lo largo de aquel camino.
Más tarde comprendí que el dolor y la alegría, la dicha y la perdida, son inseparables. Como los buenos y malos recuerdos de lo vivido que nos hacen ser quienes somos, sin posibilidad de separarlos, que nos hacen ricos, afortunados. Y es precisamente ahí, en esa penosa fortuna, donde la voz se me ahoga entre la desesperación por no olvidar tu voz y el tacto de tus manos, y el privilegio de los más de 11.884 días concedidos a esta niña a la que le cuesta dejarte marchar.
Sin ti jamás habría sido yo.

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