Sabían que no podrían aguantarse la mirada mucho más tiempo.
Se habían mentido demasiadas veces, muchas más de las veces que se habían acostado.
Y aún así, todavía, no podían evitar mirarse a los ojos e ir acercándose, lentamente, de forma inconsciente, hasta respirarse.
Exactamente igual que la primera vez en aquel oscuro pasillo.
Ella se repasaba los labios adivinando el recorrido a través de la poca luz y la telaraña que dibujaba el espejo quebrado, en el que se cruzaron la mirada.
Apenas cinco minutos hicieron falta para que supieran que no podrían parar de besarse.
Éste no era ni el mismo pasillo, ni el mismo bar.
No, no era aquella madrugada que les arrastró hacía tres años.
Pero todavía quemaba. Con la misma intensidad.
Las mentiras no eran tan grandes, ni tan poderosas como el rojo de sus labios ni el calor de sus manos.
Y esta vez, sin querer remediarlo, se vengaron del dolor arrancándose la ropa e intentando arder tan fuerte como para convertir su mundo en cenizas.
Porque los dos sabían que aquella sería la última vez.
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