¡Corre! ¡Corre! ¡Corre! Cada vez más fuerte, cada
vez más alto. ¡¡¡Corre!!! ¡¡¡Corre!!! ¡¡¡Corre!!! Como combustible
implosionando en sus piernas. ¡¡¡Corre!!! Su respiración, sus latidos, su
pulso, cada constante vital explotaba en sus sienes dolorosamente, haciéndose
valer, recordándole el precio. ¡Corre! ¡Corre! Le rasgaba los tímpanos. El
terror le erizaba los pelos del cuello y convertía el sudor en hielo a 300ºC.
El aire repelía las gotas de su frente y las refugiaba entre el cabello,
completamente empapado; tanto como su camiseta, que debido al peso del agua y
la fuerza del viento marcaba su torso en rígida tensión. El día se iba apagando
y cada vez era más difícil encontrar el camino sorteando árboles, ramas y
rocas. La luz de las farolas del sendero que bajaba a la ciudad no tenían
fuerza suficiente para abrirse paso entre la maleza. Cada vez se tropezaba más,
cada vez era más difícil avanzar a la misma velocidad, pero tomar la senda
tenía más inconvenientes que ventajas. ¡¡¡Corre!!! Había perdido la noción del
tiempo. Desde luego llevaba bastante tiempo corriendo, o quizás no, quizás sólo
unos pocos minutos. No podía pensar con claridad. Sólo podía correr. La
respiración seca le abrasaba la garganta. La lengua deshidratada insistía en
intentar tragar saliva que se había evaporado mucho antes de que se hubiera
llegado a producir. En algún momento tendría que parar. ¡¡¡Corre!!!
Apenas podía ver. Quizá debía parar e intentar
esconderse. Quizá ya estaba a salvo. Quizá podía mirar un segundo atrás, aunque
seguramente se tropezaría y caería. Pero tenía que intentarlo. En algún momento
iba a tener que parar. ¿Cuánto más podrían sus pies aguantar a ese ritmo? En
ese momentos se dio cuenta de que ni siquiera los sentía. No sentía nada en el
resto de su cuerpo. Como si fuera un busto viviente, todo lo que sentía se
concentraba en tan sólo 50 de sus 182 centímetros. Su pecho y sienes
convulsionando, el corazón asomando a través su garganta en brasas, su nunca
aterrorizada y sus oídos rotos por el incesante, agudo y estridente grito: ¡¡¡Corre!!!
- Voy a parar.
- ¡Corre!
- Voy a parar.
- ¡Corre!
- ¡Voy a mirar¡ ¡Ahora! ¡Mierda! – no podía parar. Como si
una fuerza intangible le empujara por la espalda y arrastraba desde las tripas.
Como si un gran imán le absorbiera desde allá, al fondo.
Quería parar. De verdad quería
parar.
- ¡Voy a parar! – gritó esta vez con todas sus fibras en un
sonido seco y roto, apenas audible en el exterior, absolutamente tajante en su
interior - ¡Ahora! – paró.
Miró hacia atrás.
Silencio. Nada se movía.
El pulso le latía brutalmente en la garganta. Giró 360
grados sorbe sí mismo. Nada. No veía nada. No oía nada. Las gotas de su frente
obedeciendo ahora a la fuerza de la gravedad terminaban su recorrido en los
ojos. Se aclaraba la vista mientras seguía mirando alrededor. Seguía sin ver ni
escuchar nada. Estaba agotado. Confundido. Los oídos le retumbaban, apenas
podía tragar, le escocían los ojos por el sudor. Le ardía la frente. No veía a
nadie. No oía a nadie. Un gota se deslizaba por encima de la nariz. Pequeños
estallidos interiores le hinchaban y vaciaban el pecho frenéticamente. Le
quemaba exageradamente la frente. Instintivamente echó la mano para apaciguar
el dolor. Lanzó un quejido, quemaba. Se miró la mano. Tenía una marca circular;
una pequeña rojez, y sangre; una pequeña quemadura y sangre; sangre oscura y
caliente, sangre quemada. Entornó la mirada hacia arriba. Un fino y
serpenteante hilo de humo se elevaba lentamente, bailando, desde el centro de
su frente. Entonces volvió a sentir sus piernas y todo el peso del cuerpo sobre
ellas, ahora sin fuerzas. Flaqueando, temblorosas, acabaron quebrándose bajo la
presión de la carga, y se fue desvaneciendo hasta quedar abatido, inerte,
boca arriba, sobre el suelo de tierra oscura y húmeda.
Ya era completamente de noche. Apenas podía ver el cielo
entre los árboles. La imagen se hacía cada vez más y más borrosa, hasta que finalmente
dejó de ver.
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