Tu lengua desala mi piel poro a poro deteniéndose en los lunares, en las ingles, en las clavículas, en las muñecas. Mis manos recorren tu espalda, desde la cintura hasta la nuca, bordean tu cuello y descienden por tu garganta, por tu tórax, por el desfiladero de tus costillas y descubren que se te eriza la piel a su paso, y sigen bajando, despacio, siguiendo el reguero de piel erizada y sudor que se mezcla con la yema de mis dedos, que se deslizan por tu pelvis hasta que te encuentran, y nos miramos, y exhalamos un suspiro cuando me cuelgo de tu cintura. Tu pecho acompaña el subir y bajar de mi pecho que acompasa tu balanceo a contratiempo de mis caderas. Te araño la piel, aspiro el olor de tu cuello y saboreo tus hombros impregnados de escalofríos que trepan desde tus piernas. Bailamos las respiraciones entrecortadas, mecemos susurros estremecedores. Intercambiamos alientos y alguna palabra jadeante, y mi nombre, y tu nombre. Y nos respiramos cada vez más cerca, y más cerca, y más rápido, mucho más rápido, y de repente ralentizamos el ritmo para compartir el relámpago que nace desde nuestro punto de unión y nos recorre la columna y las tripas hasta que nos arranca el calor y convierte el sudor en una fina capa de escarcha que nos suelda la piel, y acabamos fundiéndonos en saliva hasta agotar el poco oxígeno que nos queda en la boca del estómago.
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